Los 16 héroes de la Legión
Fue una gesta que valió a 16 legionarios las loas de Millán Astray (el fundador de la Legión -en sus inicios Tercio de Extranjeros-), quien dijo de ellos que habían sido «los más preclaros héroes» de ese cuerpo. La defensa que estos hombres hicieron del «blocao» de Dar Hamed, una pequeña posición defensiva ubicada en la ladera del monte Gurugú, logró hacerles un hueco en la historia militar de nuestro país.
Y ya no solo porque en ella vendieron cara su vida contra los cientos de rifeños que trataban de asediarles, sino porque nuestros protagonistas acudieron voluntarios a ese fuerte (posteriormente conocido como el «Blocao de la muerte») en ayuda de una unidad española que solicitaba refuerzos y sabiendo que, por mucho que dispararan, estaban condenados a darle un beso en persona a su eterna novia: la muerte.
Para entender cómo llegaron los rifeños a asediar el «blocao» de Dar Hamed es necesario retroceder en el tiempo unos meses atrás, hasta el verano de 1921. Por entonces, la situación parecía idónea para el Ejército Español en África y para el oficial encargado de dirigir el contingente en la zona, el general Silvestre.
Y es que, tras años y años de combates en el Rif, este militar había logrado extender de una forma increíble el territorio rojigualdo al sur de Melilla a base de fusil y bayoneta. Sin embargo, la realidad era bien diferente a la que mostraban los mapas, pues la expansión había sido tan rápida, y el terreno conquistado tan ingente, que había sido imposible construir defensas decentes y establecer una buena línea de suministro de agua en la zona.
El resultado fue la conquista de una ingente cantidad de territorio (Silvestre penetró en el continente unos 130 kilómetros) en el que fue imposible armar una estructura defensiva que pudiera resistir el ataque de los enemigos. Tal solo se construyeron una serie de precarios fuertes llamados «blocaos». Pequeñas posiciones que habitualmente consistían en una casamata de sacos terreros; un refuerzo fabricado con troncos de árbol; una alambrada (si se consideraba que la posición lo merecía) y un tejadillo de chapa o madera que solía ser retirado por el gran calor que provocaba a los soldados. Eran, además, fortines levantados en mitad de la nada y separados muchos kilómetros unos de otros debido a que la extensión de la región a defender era gigantesca.
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